La vida pasa, las familias modifican sus estructuras y las nuevas citas de unos y otros hacen que aquello que antes se preparaba (años y años de tradición) para San Esteban, se tome ahora el día de Año Nuevo y aquello que antes se tomaba por Navidad, deje ahora de tomarse (¡los análisis de sangre mandan!), y etc. En mi caso, este año los canelones, que según los cánones, tenían que llegar por san Esteban, han tocado para el día de Año Nuevo. ¡Bien está, mientras lleguen! Como entrante, se tomó una de las ensaladas que más me gustan. En la foto la tenéis: sobre un fondo de rúcula (entre ácida y picante), unas finísimas láminas de pera "conference" (dulce y granulada) y encima, unas virutas de parmiggiano reggiano. El bocado que produce, con la ayuda de la vinagreta, esa combinación, es delicioso y estimulante.
De segundo llegaron los exquisitos canelones que, en la tradición catalana, se acogen a la "protección" de Rossini. Les llamamos así, "canelones Rossini", pues parece ser que los introdujo el genial músico en una visita a Barcelona. Como véis, no se parecen en nada a los italianos, mucho más largos y que se suelen comer por parejas y muchas veces con tomate. Aquí la pasta es cuadrada, mucho más corta, se embute con las más selectas carnes (antes iban con los restos del capón del día de Navidad y las carnes del cerdo y la ternera que habían moldeado la sopa de ese mismo día) y se le añade su buen pellizco de trufa. Con su bechamel y un toque de horno "a la mantequilla" y de crosta de queso, queda algo tan delicioso como lo que véis a vuestra derecha. Si lo primero es mérito de mi cuñada Marina y lo segundo de mi suegra Antònia, los vinos suelen ser mi responsabilidad. Y vaya una, la elección de un buen acompañamiento para lo que he descrito. Un buen cava o champagne quedaría bien, sin duda, pero a mí me tira más, por la farsa del canelón, un tinto con personalidad y calidad contrastadas.
Y este año le ha tocado a un extraordinario El Puntido 2002, de los Viñedos de Páganos de la familia Eguren. No voy a marear más con mi admiración por el trabajo de Marcos Eguren. Este vino procede de los viñedos (en este caso, monovarietal de tempranillo) que rodean a la bodega, en la parte norte de la Rioja (DOC), en Laguardia. Al abrigo de la Sierra Cantabria, en un claro clima continental y con viñas de espaldera, estas tierras proporcionan a las raíces una alta mineralidad y son sólo abonadas con orgánico. Su vinificación incluye maceración prefermentativa a baja temperatura, fermentación alcohólica y maceración con hollejos a 28-30ºC durante tres semanas, paso directo de las cubas a las barricas donde hace la maloláctica y reposa durante 18 meses (los 4 primeros de los cuales, ¡con lías finas y bâtonnage!). El resultado es un vino de 14% que conviene abrir (yo no lo decanté finalmente) tres cuartos de hora antes del servicio, a una temperatura de 15-16ºC.
Tiene el color, brillantísimo, de la sangre del pichón recién cazado, del coral vivo bajo el mar. Es de capa alta su menisco y su ribete presenta un degradado hacia el color de ese mismo coral cuando lleva ya tiempo fuera del mar (más anaranjado). Su lágrima es impresionante, llena de parsimonia y armonía. Los primeros aromas que libera, a copa parada (siempre hay que empezar así) son los de la ciruela madura, los de la mermelada de moras y los del tabaco de pipa. Sigue después con notas de regaliz y de hinojo y termina con un festival, a medio camino entre sus inicios (la mineralidad de la tierra mojada) y sus finales (la crianza en madera, con cuero noble, pimienta y ligerísimo ahumado). Como todo buen "eguren", su punto más importante llega con su paso por boca, con unos taninos grandes, maduros y, al mismo tiempo, delicados, suaves.
Es un vino de un precio más que respetable (sobre los 30 euros), pero se trata de un valor seguro que proporciona siempre momentos de gran placer.
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